Ayer me regalaron este artículo para subirme la moral y hacerme reflexionar sobre la importancia, no ya de la profesión de docente, sino del papel del docente en la sociedad y el precio de salirse de la línea.
Un profesor que no hablaba de lo de siempre, que no frecuentaba los circuitos académicos standarizados, que hacía exámenes de 8 horas a sus alumnos, que les permitía tener libros, documentos, apuntes, notas y toda la información que tuvieran a su disposición. Les incitaba a viajar, a consultar, a entrevistar a gente. A moverse en definitiva. A buscar las fuentes, a convertirlas en conocimiento. No disfrutó de especial predicamento entre sus colegas, aunque sí de su respeto, al igual que de sus alumnos, que aún le recuerdan pasado el tiempo.
No pretendo compararme con el Presidente de Estados Unidos, aunque si agradezco sinceramente a quien me hizo este regalo ayer. Primero porque consiguió su objetivo; subirme la moral. Segundo, porque me hizo reflexionar y recordar que la Universidad es un privilegio, de quienes ejercemos la profesión de docentes, y de quienes acuden a sus aulas buscando, no sólo superar las asignaturas para obtener un título, sino herramientas de análisis, de información, de reflexión, que les permita elaborar, por sí mismos, su propio juicio, un pensamiento crítico, reflexivo, científico.
Salirse de lo establecido con rigor, con método y disciplina, eso debería ser la Universidad. Esa es la misión del saber, del conocimiento. Esa es la garantía de contar con las mejores herramientas, con las mejores personas, con los más cualificados. Esa es la responsabilidad de la Universidad y de los universitarios con su sociedad.